El Apócrifo de la Alpujarra Alta
Opinión
El Apócrifo de la Alpujarra Alta (Un Premio Nacional de Literatura vetado por la censura)
MANUEL TITOS MARTÍNEZ
Publicado · 18 de abril de 2008, 04:21 h . Ideal
EN más de una ocasión he tenido la oportunidad en los últimos años de escribir, a veces de manera repetida, sobre uno de los libros que más impacto me han producido en los últimos veinte años, hasta el punto de impulsarme a iniciar, yo mismo, una cierta aventura por los caminos de la historia narrativa, que no es lo mismo que la narración histórica. Hoy me tengo que ratificar en las apreciaciones de aquellos otros trabajos anteriores, en el sentido de que El apócrifo de la Alpujarra Alta es un libro elaborado con un lenguaje empapado de sabiduría popular pero a la vez cultísimo, desnudo de artificios, sincero y brutal en los diálogos y por el que discurren, a veces sin piedad pero siempre con comprensión e infinito respeto, los hombres, las casas, las costumbres y los caminos de la Alpujarra, que Paco Izquierdo conocía y amaba como pocos lo han hecho.
Seguramente que por esa aparente sencillez, adquirida a lo largo del ejercicio infinito de su oficio, es por lo que el libro, que sobrevivió milagrosamente a la censura de los años sesenta, ha resistido el paso del tiempo y lo aguantará mucho más, convertido en un clásico de la literatura de viajes de la segunda mitad del siglo XX. «A partir de los años cincuenta -escribía Izquierdo en 2002- decidí andorrear la Alpujarra Alta y recoger en un libro mis impresiones sobre la comarca, sus gentes, sus costumbres y sus leyendas, ya que autores anteriores no la tuvieron en cuenta, bien porque jamás la visitaron, bien porque no la consideraron interesante. Así nació El apócrifo de la Alpujarra Alta, en 1969, luego de doce años de correteo y estancia prolongadas en algunos pueblos».
Posiblemente ese es el secreto del libro: el estar construido sobre un conocimiento documental y viajero muy profundo de la realidad que describe y no el resultado ocasional de un contacto epidérmico con el asunto. Una realidad, eso sí, transformada adecuadamente de acuerdo con las exigencias literarias del intérprete. Todas las visiones de este país (históricas, geográficas, etnológicas, turísticas, etc.) pecan de subjetivas, como debe ser, escribió en una ocasión Izquierdo, y siguiendo fiel a dicho axioma, inventó, cuando hizo falta, los elementos necesarios para entender el paisaje y el paisanaje y dar con ellos una visión descaradamente personal, subjetiva y distinta de esta región, casi tan remota hace cincuenta años como lo estaba hace cien.
Pero no como lo empezó a estar a partir de aquel momento. En una de sus columnas de 'Puerta Real', Paco confesaba que cada nuevo viaje a la Alpujarra le suponía una nueva desazón y un impacto amargo por la desaparición acelerada de sus señas de identidad populares y paisajísticas. Los puentes se ensanchaban, los molinos se hundían, las casas, las plazas y los pilares antiguos daban paso a la construcción de viviendas 'tradicionales' que eran un desafortunado invento homogeneizador y destructivo, los nuevos 'mesones' que vinieron a suplantar las antiguas tabernas y a inventar platos nunca comidos y vinos nunca bebidos. Eso sí, con el inevitable cartelón de plástico y el aparato de aire acondicionado luciendo primorosamente en su fachada, de un popularismo reinventado. «Entre lo que servidor relataba en el libro -escribía- y lo que hoy funciona hay la anchura de un milenio». Llevaba razón Paco y no solamente por lo que a la Alpujarra se refiere. Realmente la geografía y la sociedad españolas a comienzos de los años sesenta podría decirse que era muy similar a la de cincuenta años antes. Algún cambio en las indumentarias, algunos 'seiscientos' y 'mil quinientos' -muy pocos- por las calles, algunos cines y poco más. Sin embargo, los cambios económicos y culturales que se produjeron desde entonces provocaron una profunda transformación social y, poco después, urbanística y paisajística, antes de que una nueva etapa en la historia de las mentalidades derrumbara las columnas de un pasado que parecía inmutable, igual a sí mismo a través del tiempo y del espacio. Ese cambio brusco y rupturista, social más que político, es el que pudo observar Paco Izquierdo transformando profundamente su Alpujarra, en un proceso de aniquilación del que han sobrevivido las viejas fotografías. También los testimonios justos y apasionados como el suyo.
Pero el libro tiene otra historia menos añorada que aquella que con tanto sentimiento dejó reflejado su autor. Él mismo me la contó en un carta de 1987 que conservo en el interior de mi ejemplar: «Ahí va el apócrifo, del que tenía algún ejemplar. Ya ves, el libro ha cumplido la mayoría de edad. Aparte de venderse muy bien en su tiempo (hice una edición de 4000 ejemplares y salieron en menos de dos años), tiene en su historial una anécdota típicamente Franquista. Fue Premio Nacional de Literatura» (el Azorín de viajes, en 1970) durante seis horas. El secretario del jurado me comunicó la noticia y a la prensa, salió en Pueblo, y al día siguiente me llamó para excusarse. Habían declarado desierto el premio, porque 'El Apócrifo' atacaba a una de las instituciones intocables: El Ejército. Quien alertó al resto y al presidente del jurado fue don Pedro de Lorenzo. Ya verás que al 'ejército' que ataco, en dos ocasiones, es una compañía de soldados de tiempos de los Reyes Católicos (cuando la rebelión de los moriscos de Lanjarón, en 1501) y al ejército «recaudador de contribuciones» después de la epidemia de mildiú de las Alpujarras (1882). Es un libro de viajes, todo lo liberal y apócrifo que corresponde a tales crónicas. Tuvo muy buena acogida entonces. La gente se divirtió con él». Lo que no pudo evitar la censura es que la noticia saltara desde el diario Pueblo al Ya y de éste a la Revista de Occidente y que, al final, todo el mundo lo supiera, por más que desde el ministerio de Información y Turismo se intentara echar tierra sobre el asunto. El problema es que el muerto no se dejaba enterrar.
Paco Izquierdo, que había sido discreto al hablar de este asunto del Premio Nacional de Literatura, lo contó finalmente en parecidos términos a Mila Ilundain en una entrevista publicada en 1994 en las páginas de IDEAL: «Cuando me llamó el secretario del jurado a las siete de la tarde para decirme que tenía el premio nacional me puse tan contento, pero luego a la mañana siguiente me volvió a llamar y me dijo que ya no me lo daban porque después de una discusión, había quedado desierto 'para bien del premio en años sucesivos'... Eso me sentó muy mal, muy mal, sobre todo porque había un premio de 50.000 pesetas, que en aquellos tiempos era mucho y porque también el Ministerio de Información y Turismo se comprometía a comprar un número de ejemplares por valor de ese mismo dinero, cosa que a mí me venía de perlas, porque también era el propio editor del libro».
Y más adelante, apuntala un poco más las responsabilidades, al hacerlas recaer en Carlos Robles Piquer: «Ese fue el que se cargó el invento y el libro; era cuñado de Fraga, entonces ministro de Información y Turismo, y se le llamaba 'el cuñadísimo'. Y no fue, como dice Ansón (se refiere a una carta que le dirigió al propio autor) que se asustaron los miembros del jurado; el único que se asustó fue Robles Piquer. Lo que pasa es que como él mandaba... A mí, desde luego me hicieron el favor del siglo, porque al darle tanta publicidad el libro se agotó a los pocos meses y aunque después ya no me lo quiso editar nadie porque era maldito, la gente lo buscaba a calzón quitado y todavía hoy hay quien lo pide». Efectivamente, hoy resulta un libro extremadamente difícil de encontrar en el mercado de libros antiguos.
Con amarga ironía Paco, que trabajaba en sitios tan de orden como la Editorial Católica, Ya o PPC, contó sus dificultades para soslayar una censura que llegó a obsequiarle en alguna ocasión con una multa de 25.000 pesetas, mucho dinero entonces, y con unos censores que jugaban a ser afectuosos padrazos: «Mira niño, por tu bien no debes poner esto, es mejor que no lo pongas y cosas así; luego, tú te ibas tan contento pensando bueno, éste ya se ha despachado a gusto, se ha puesto la mitra y ya me dejará tranquilo, pero te encontrabas con que a los dos días te caía un paquete de miedo».
Hasta con el nombre de su propia editorial llegó a tener problemas. Se iba a llamar AZ, pero había otra registrada con ese nombre; lo cambió por Azor y se lo rechazaron porque era un nombre reservado para el yate de su excelencia; Azar tampoco era posible porque recordaba al juego, entonces prohibido, y así, casi agotadas las vocales, terminó llamándose de una extraña manera: Azur.
Esta es, en fin, la intrahistoria de un libro respetuoso y estrafalario que funde de manera magistral la leyenda y la tradición, la historia y la geografía, la verdad y la ficción, el drama y el humor, lo popular y lo culto, sin atisbo de ridiculez ni pedantería, que bebió en todas y en ninguna de las fuentes que lo antecedieron y que refleja, como pocos, la auténtica personalidad alpujarreña y la funde, cómo no, con la del propio autor que encerraba, también, ese cúmulo de maravillosas contradicciones.
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