16. La muerte del caballero de Celano (LM 11,4) San Francisco por san Buenaventura y Giotto
16. La muerte del caballero de Celano (LM 11,4) San Francisco por san Buenaventura y Giotto
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El incesante ejercicio de la oración, unido a la continua práctica de la virtud, había conducido al varón de Dios a tal limpidez y serenidad de mente, que llegaba a sondear, con admirable agudeza de entendimiento, las profundidades de la Sagrada Escritura.
Brilló también en Francisco el espíritu de profecía en tal grado, que preveía las cosas futuras y descubría los secretos de los corazones; veía, asimismo, las cosas ausentes como si estuvieran presentes y se aparecía maravillosamente a los que estaban lejos.
En cierta ocasión, después de haber regresado, en la primavera de 1220, de su viaje a Siria y Egipto, llegó a Celano a predicar; y allí un devoto caballero le invitó insistentemente a quedarse a comer con él. Vino, pues, a su casa, y toda la familia se llenó de gozo a la llegada de los pobres huéspedes.
Pero, antes de ponerse a comer, San Francisco, siguiendo su costumbre, se detuvo un poco con los ojos elevados al cielo, dirigiendo a Dios súplicas y alabanzas. Al concluir la oración llamó aparte en confianza al bondadoso señor que lo había hospedado y le habló así: «Mira, hermano huésped; vencido por tus súplicas, he entrado en tu casa para comer. Ahora, pues, escucha y sigue con presteza mis consejos, porque no es aquí, sino en otro lugar, donde vas a comer hoy. Confiesa en seguida tus pecados con espíritu de sincero arrepentimiento y que en tu conciencia no quede nada que haya de manifestarse en una buena confesión. Hoy mismo te recompensará el Señor la obra de haber acogido con tanta devoción a sus pobres».
Aquel señor puso inmediatamente en práctica los consejos del Santo: hizo con el compañero de éste una sincera confesión de todos sus pecados, puso en orden todas sus cosas y se preparó como mejor pudo a recibir la muerte. Finalmente, se sentaron todos a la mesa. Apenas habían comenzado los otros a comer, cuando el dueño de la casa, con una muerte repentina, exhaló su espíritu, según le había anunciado el varón de Dios.
Así, la misericordiosa hospitalidad obtuvo su premio merecido, verificándose la palabra de la Verdad: «Quien recibe a un profeta tendrá paga de profeta». En efecto, merced al anuncio profético del Santo, aquel piadoso caballero se previno contra una muerte imprevista, y, defendido con las armas de la penitencia, pudo evitar la condenación eterna y entrar en las eternas moradas.
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