La alianza del cristianismo con la filosofía

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¿Tiene sentido en el siglo XXI una filosofía cristiana?

Fe y Libertad 1 (2):35-54 (2018) 36-42




1. La alianza del cristianismo con la filosofía

El encuentro temprano del cristianismo con la cultura griega queda magníficamente expresado en la escena de san Pablo en el ágora de Atenas cuando es invitado por parte de algunos filósofos epicúreos y estoicos a explicar lo que tiene que decirles. Merece la pena transcribir por extenso la narración, incluido el discurso de Pablo (Hch 17:16-34):

Mientras Pablo los esperaba en Atenas, se consumía en su interior al ver la ciudad llena de ídolos. Dialogaba en la sinagoga con los judíos y los prosélitos, [y] todos los días en el ágora con los que acudían allí. También algunos filósofos epicúreos y estoicos con- versaban con él. Unos decían: «¿Qué querrá decir este charlatán?». Y otros: «Parece un predicador de divinidades extrañas» –porque les anunciaba a Jesús y la Resurrección–. Le llevaron con ellos y le condujeron al Areópago diciéndole:
—¿Podemos saber cuál es esa doctrina nueva de la que hablas? Porque haces llegar a nuestros oídos cosas extrañas y queremos saber qué significan.
Todos los atenienses y forasteros que residían allí no se dedicaban a otra cosa que a decir o escuchar algo nuevo. Entonces Pablo, de pie en medio del Areópago, habló:
—Atenienses, en todo veo que sois más religiosos que nadie, porque al pasar y contemplar vuestros monumentos sagrados he encontrado también un altar en el que estaba escrito: «Al Dios desconocido». Pues bien, yo vengo a anunciaros lo que veneráis sin conocer. El Dios que hizo el mundo y todo lo que hay en él, que es Señor del cielo y de la tierra, no habita en templos fabricados por hombres, ni es servido por manos humanas como si necesitara de algo el que da a todos la vida, el aliento y todas las cosas. Él hizo, de un solo hombre, todo el linaje humano, para que habitase sobre toda la faz de la tierra. Y fijó las edades de su historia y los límites de los lugares en que los hombres habían de vivir para que buscasen a Dios, a ver si al menos a tientas lo encontraban, aunque no está lejos de cada uno de nosotros, ya que en él vivimos, nos movemos y existimos, como han dicho algunos de vuestros poetas: «Porque somos también de su linaje».
Si somos linaje de Dios no debemos pensar, por tanto, que la divinidad es semejante al oro, a la plata o a la piedra, escultura del arte y del ingenio humanos. Dios ha permitido los tiempos de la ignorancia y anuncia ahora a los hombres que todos en todas partes deben convertirse, puesto que ha dado el día en que va a juzgar la tierra con justicia, por mediación del hombre que ha designado, presentando a todos un argumento digno de fe al resucitarlo de entre los muertos.

Cuando oyeron lo de «resurrección de los muertos», unos se echarona reír y otros dijeron:

—Te escucharemos sobre eso en otra ocasión.

Así que Pablo salió de en medio de ellos. Pero algunos hombres se unieron a él y creyeron, entre ellos Dionisio el Areopagita, y también una mujer que se llamaba Damaris y varios más.

Al lector de hoy esta narración le impresiona, en primer lugar, por su extraordinaria actualidad: los atenienses cultos de la época no se dedican a otra cosa –según el narrador de los Hechos– más que a escuchar novedades, tal como acontece en nuestra época ansiosa de noticias y de entretenimiento a través de los medios de comunicación y las redes sociales. En segundo lugar, impactan tanto la fuerza de la predicación de Pablo y la calidad de su oratoria como la risa –que resuena hasta hoy– de los filósofos epicúreos y estoicos de Atenas al oír hablar de «resurrección». 
Solo queda el consuelo de unas pocas conversiones, entre ellos Dionisio y Damaris. 

En las primeras décadas casi siempre el mensaje cristiano se difunde así, de persona a persona, de familia a familia, de amigos a amigos, de personas interesadas en descubrir la verdad que la encuentran en sus maestros y en la predicación de los apóstoles o sus sucesores. No hay espacio para una discusión meramente teórica, sino que se trata de un mensaje que compromete verdaderamente la vida por entero, cabeza y corazón de los que siguen a Jesús.

Uno de los más antiguos documentos de la comunidad cristiana 
refleja muy bien esta realidad. Se trata de la Carta a Diogneto escrita a finales del siglo II para defender a los cristianos de algunas calumniosas acusaciones, cuyo manuscrito fue descubierto en 1436 en una pescadería de Constantinopla apilado con el papel de envolver pescado. 

Merece la pena transcribir unos párrafos:

Los cristianos no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra, ni por su lengua, ni por sus costumbres. En efecto, en lugar alguno establecen ciudades exclusivas suyas, ni usan lengua alguna extraña, ni viven un género de vida singular. La doctrina que les es propia no ha sido hallada gracias a la inteligencia y especulación de hombres curiosos, ni hacen profesión, como algunos hacen, de seguir una determinada opinión humana, sino que habitando en las ciudades griegas o bárbaras, según a cada uno le cupo en suerte, y siguiendo los usos de cada región en lo que se refiere al vestido y a la comida y a las demás cosas de la vida, se muestran viviendo un tenor de vida admirable y, por confesión de todos, extraordinario. Habitan en sus propias patrias, pero como extranjeros; participan en todo como los ciudadanos, pero lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña les es patria, y toda patria les es extraña.
Se casan como todos y engendran hijos, pero no abandonan a los nacidos. Ponen mesa común, pero no lecho. Viven en la carne, pero no viven según la carne. Están sobre la tierra, pero su ciudadanía es la del cielo. Se someten a las leyes establecidas, pero con su propia vida superan las leyes. Aman a todos, y todos los persiguen. Se los desconoce, y con todo se los condena. Son llevados a la muerte, y con ello reciben la vida. Son pobres, y enriquecen a muchos (2 Cor 6:10). Les falta todo, pero les sobra todo. Son deshonrados, pero se glorían en la misma deshonra. Son calumniados, y en ello son justificados. Se los insulta y ellos bendicen (1 Cor 4:22). Se los injuria, y ellos dan honor. Hacen el bien, y son castigados como malvados. Ante la pena de muerte, se alegran como si se les diera la vida. Los judíos les declaran guerra como a extranjeros y los griegos les persiguen, pero los mismos que les odian no pueden decir los motivos de su odio.
Para decirlo con brevedad, lo que es el alma en el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo.

Realmente impresiona esta descripción, como impresiona la rápida expansión del cristianismo en el Imperio romano. Según atestigua este manuscrito, los cristianos no traen una filosofía, pues su doctrina «no ha sido hallada gracias a la inteligencia y especulación de hombres curiosos», ni tampoco pretenden unánimemente «seguir una determinada opinión humana», sino que son como los demás aportando en particular un estilo de vida mucho más humano («no abandonan a los nacidos. Ponen mesa común, pero no lecho. Viven en la carne, pero no viven según la carne»).
En este sentido, merece la pena la lectura del libro del sociólogo Rodney Stark La expansión del cristianismo (Trotta, 2009), que propone una explicación fascinante, mucho más creíble que la 
afirmación al uso de que el cristianismo vino a llenar el vacío dejado por el derrumbamiento del Imperio. 
A juicio de Stark, «el Imperio romano había alcanzado increíbles cotas de cultura y de arte, pero a la vez era una sociedad dura y a veces incluso cruel con las personas. En ese ambiente, la Iglesia se extendió porque era una comunidad acogedora, donde era posible vivir una experiencia de amor y libertad. Los católicos trataban al prójimo con caridad, cuidaban de los niños, los pobres, los ancianos, los en- fermos. Todo eso se convirtió en un irresistible imán de atracción» (Mora, 2012, p. 748).

Amor y libertad: se trata de dos realidades distintas, pero que en el cristianismo se viven íntimamente entrelazadas. «No hay verdadera filosofía sin libertad interior», escribirá Nilo de Ancira. Y esto es así, porque entre los griegos la filosofía era entendida sobre todo como una forma de vida. De esta misma manera fue concebida también por los primeros cristianos y en particular por los primeros cristianos filósofos, san Justino, Clemente de Alejandría, Orígenes o san Agustín.

Para los antiguos griegos la filosofía abarcaba no solo las discusiones teóricas, sino también el conocimiento de uno mismo, e implicaba siempre una forma consecuente de vivir. Por eso merece prestar atención a lo que hacen y ponen por escrito los primeros filósofos cristianos: para ellos la filosofía es esa sabiduría que les permite articular unitariamente los diversos estratos de la existencia humana, entre los que la fe ocupa un lugar central.

Quizá conviene tener presente que desde un punto de vista cultural lo que aparece en aquel momento como mayor enemigo de la fe cristiana es el gnosticismo, mientras que la filosofía platónica o el neoplatonismo son entendidos más bien como aliados de la enseñanza cristiana. 

Para ilustrar esto puede acudirse al testimonio de san Ireneo (c.130-c.202) que en su libro Contra las herejías sostiene que la razón, junto con la Sagrada Escritura y la Tradición, son las fuentes de la autoridad. 

En su lucha contra el gnosticismo confía en el carácter razonable de las enseñanzas cristianas. Esta es una característica central de los pensadores cristianos, pues aspiran a mostrar que los contenidos de la fe no son irracionales.

San Justino, el filósofo mártir, llega al cristianismo después de un proceso de búsqueda intelectual por las diversas filosofías de su tiempo. Una vez cristiano, no renuncia a la filosofía, sino que la ve culminada en la revelación cristiana y la valora como una eficaz vía de aproximación. «Porque la filosofía es en realidad el mayor de los bienes y el más preciado ante Dios. Es la única que nos conduce hasta llevarnos a su encuentro. Son santos de veras los que cultivan su mente con la filosofía» (Diálogo con Trifón2,2; Trevijano, Patrología, p. 113).




Algo semejante se advierte en el elogio de Orígenes que hace san Gregorio Taumaturgo (Elogio del maestro cristiano, n.o 75):

Ensalzaba la filosofía y a los filósofos con grandes panegíricos, y hacía frecuente referencia a ellos, diciendo que solo viven realmente los que poseen una vida conforme a la razón, los que viven rectamente; los que conocen quiénes son ellos mismos en primer lugar, y luego cuál es el verdadero bien que el hombre debe perseguir, y cuál es el verdadero mal que debe rechazar.


Los testimonios podrían multiplicarse mostrando la apertura de los cristianos hacia la filosofía griega, en particular, hacia la tradición platónica que llegan a valorar como un don de Dios por medio del Logos, cuya luz se irradia sobre su imagen terrena, la inteligencia humana (Clemente de Alejandría; Trevijano, Patrología, p. 165).
Como afirmaba lúcidamente Joseph Ratzinger en su Introducción al cristianismo (1968):
La Iglesia primitiva rechazó resueltamente todo el mundo de las antiguas religiones, lo consideró como espejismo y alucinación y expresó así su fe: nosotros no veneramos a ninguno de vuestros dioses; cuando hablamos de Dios nos referimos al ser mismo, a lo que los filósofos consideran como el fundamento de todo ser, al que han ensalzado como Dios sobre todos los poderes; ese es nuestro único Dios.
Y unas páginas más adelante:

La fe cristiana optó por el Dios de los filósofos en contra de los dioses de las religiones, es decir por la verdad del ser mismo en contra del mito de la costumbre. En este hecho se apoya la acusación formulada en contra de la primitiva Iglesia que calificaba a sus miembros de ateos; tal acusación nace de que la primitiva Iglesia rechazó todo el mundo de la antigua religio, de la que no aceptabanada [...] En la sospecha de ateísmo con la que tuvo que enfrentarse el cristianismo primitivo se ve claramente su orientación espiritual, su opción únicamente en pro de la verdad, su opción únicamente en pro de la verdad del ser.

La fe cristiana se decidió solamente en favor del Dios de los filósofos; en consecuencia este Dios es el Dios a quien se dirige el hombre en sus oraciones y el Dios que habla al hombre. Pero al tiempo la fe cristiana dio a este Dios una significación nueva, lo sacó del terreno de lo puramente académico y así lo transformó profundamente. 

Este Dios que antes aparecería como algo neutro, como un concepto supremo y definitivo, este Dios que se concibió como puro ser o puro pensar, eternamente cerrado en sí mismo, sin proyección alguna hacia el hombre y hacia su pequeño mundo; este Dios de los filósofos, cuya pura eternidad e inmutabilidad excluye toda relación a lo mutable y contingente, es para la fe el hombre Dios, que no solo es pensar del pensar, eterna matemática del universo, sino agapé, potencia de amor creador. 

En este sentido se da en la fe cristiana la misma experiencia que tuvo Pascal cuando una noche escribió en un trozo de papel que luego cosió al forro de su casaca, estas palabras: «Dios de Abraham, Isaac y Jacob, no el Dios de los filósofos y letrados».

No es solo que los primeros cristianos que se dedicaron a la filosofía vieran en ella un saber capaz de articular razonablemente su experiencia religiosa, su fe, su vida y sus conocimientos, sino que además defendieron la alianza del cristianismo con la filosofía griega. 

Benedicto XVI ha defendido que este proceso de helenización no fue un mero azar histórico, sino más bien una exigencia interna de la fe cristiana que nunca se entendió a sí misma como un mito o una religión civil, sino como el mensaje de «la Verdad que salva».

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