Primeras impresiones y reflexiones ante la clausura del Año de la Misericordia – editorial Ecclesia
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Primeras impresiones y reflexiones ante la clausura del Año de la Misericordia – editorial Ecclesia
Tres semanas restan del Año Jubilar de la Misericordia. En sus celebraciones centrales en Roma, quedan, no obstante, dos citas muy queridas por Francisco y de alto valor significativo y emblemático (los domingos 6 y 13 de noviembre, Jubileos Romanos de los reclusos y de las personas sin techo, respectivamente) y la clausura oficial en el día de Jesucristo Rey del Universo, el domingo 20 de noviembre. En las diócesis, los varios miles de templos jubilares esparcidos por toda la Iglesia (catedrales, concatedrales, santuarios y otros templos designados al efecto por los obispos correspondientes) cerrarán sus puertas el domingo 13 de noviembre.
Poner la misericordia en el centro de la vida y de la misión de la Iglesia y de todos sus miembros, pastores y fieles, ha sido —y deberá seguir siendo— el gran objetivo de esta convocatoria, de este tiempo de gracia, que el Señor, a través del Papa Francisco, nos ha donando a todos. Cuando, ya de modo tan cercano, concluya el Año Jubilar de la Misericordia, al menos, veinte millones de personas, habrán peregrinado a Roma e imposible resulta el cómputo de los otros miles y millones de fieles que lo habrán hecho a los demás lugares jubilares.
Imposible también de contabilizar es saber el número y porcentaje de personas que han acudido al sacramento de la confesión —alma indiscutible de este año santo— y han recibido las gracias jubilares, pero es evidente que han sido muchas y que nuestros confesonarios han sido mucho más visitados que de habitual. Y dígase lo mismo del ejercicio concreto de la misericordia y, sobre todo, de esa lluvia fina, de esa siembra paciente, que de semillas de misericordia ha sido esparcida durante todo este tiempo y que un día, tarde o temprano, dará su fruto.
El Año Jubilar de la Misericordia ha buscado, decíamos antes, poner a la misericordia —nombre de Dios, corazón del Evangelio— en el epicentro de nuestras vidas cotidianas y prestar así un imprescindible servicio evangelizador y misionero. Y para evaluar todo ello, será bueno recordar el lema del año santo en su completa frase evangélica: «Sed misericordiosos como vuestro Padre celestial es misericordioso con vosotros». Esto significa, en primer lugar, que todos tenemos necesidad de experimentar en primera persona, la misericordia de Dios con nosotros. Lo cual no es posible sin una renovada vida interior de escucha de la Palabra, de oración y de frecuencia en la recepción de los sacramentos de la penitencia y de la eucaristía. Y es que, no lo olvidemos, nadie da lo que no tiene. Y no podremos ser servidores de la misericordia que sin que esta haya penetrado y vaya transformando nuestras vida. Esta y no otra es, además, la premisa tantas veces repetida por Francisco para la auténtica reforma de la Iglesia y de una renovada misión evangelizadora: la conversión personal.
Gracias al Año de la Misericordia y al impagable testimonio del Papa, no cabe duda de que los pobres, los preteridos, los últimos de la humanidad y de la misma Iglesia, están más cerca de todos nosotros, nos interpelan más por la deuda que tenemos de la permanente misericordia. La Iglesia misionera y en salida que demandan los signos de los tiempos y con ellos Francisco, será tanto creíble, tanto más fecunda cuanto más cercana y samaritana esté y sea con ellos. Pero esto no desde claves ideologizadas y desde facilones eslóganes y pruritos —nada más en los antípodas de la verdadera misericordia que la palabrería y la demagogia al respecto—, sino desde el testimonio, desde la humildad, desde la perseverancia y de una eficiencia no puramente contable y de balance cosmético de resultados, sino de corazón y al corazón.
Primeras impresiones y reflexiones ante la clausura del Año de la Misericordia – editorial Ecclesia
Tres semanas restan del Año Jubilar de la Misericordia. En sus celebraciones centrales en Roma, quedan, no obstante, dos citas muy queridas por Francisco y de alto valor significativo y emblemático (los domingos 6 y 13 de noviembre, Jubileos Romanos de los reclusos y de las personas sin techo, respectivamente) y la clausura oficial en el día de Jesucristo Rey del Universo, el domingo 20 de noviembre. En las diócesis, los varios miles de templos jubilares esparcidos por toda la Iglesia (catedrales, concatedrales, santuarios y otros templos designados al efecto por los obispos correspondientes) cerrarán sus puertas el domingo 13 de noviembre.
Poner la misericordia en el centro de la vida y de la misión de la Iglesia y de todos sus miembros, pastores y fieles, ha sido —y deberá seguir siendo— el gran objetivo de esta convocatoria, de este tiempo de gracia, que el Señor, a través del Papa Francisco, nos ha donando a todos. Cuando, ya de modo tan cercano, concluya el Año Jubilar de la Misericordia, al menos, veinte millones de personas, habrán peregrinado a Roma e imposible resulta el cómputo de los otros miles y millones de fieles que lo habrán hecho a los demás lugares jubilares.
Imposible también de contabilizar es saber el número y porcentaje de personas que han acudido al sacramento de la confesión —alma indiscutible de este año santo— y han recibido las gracias jubilares, pero es evidente que han sido muchas y que nuestros confesonarios han sido mucho más visitados que de habitual. Y dígase lo mismo del ejercicio concreto de la misericordia y, sobre todo, de esa lluvia fina, de esa siembra paciente, que de semillas de misericordia ha sido esparcida durante todo este tiempo y que un día, tarde o temprano, dará su fruto.
El Año Jubilar de la Misericordia ha buscado, decíamos antes, poner a la misericordia —nombre de Dios, corazón del Evangelio— en el epicentro de nuestras vidas cotidianas y prestar así un imprescindible servicio evangelizador y misionero. Y para evaluar todo ello, será bueno recordar el lema del año santo en su completa frase evangélica: «Sed misericordiosos como vuestro Padre celestial es misericordioso con vosotros». Esto significa, en primer lugar, que todos tenemos necesidad de experimentar en primera persona, la misericordia de Dios con nosotros. Lo cual no es posible sin una renovada vida interior de escucha de la Palabra, de oración y de frecuencia en la recepción de los sacramentos de la penitencia y de la eucaristía. Y es que, no lo olvidemos, nadie da lo que no tiene. Y no podremos ser servidores de la misericordia que sin que esta haya penetrado y vaya transformando nuestras vida. Esta y no otra es, además, la premisa tantas veces repetida por Francisco para la auténtica reforma de la Iglesia y de una renovada misión evangelizadora: la conversión personal.
Gracias al Año de la Misericordia y al impagable testimonio del Papa, no cabe duda de que los pobres, los preteridos, los últimos de la humanidad y de la misma Iglesia, están más cerca de todos nosotros, nos interpelan más por la deuda que tenemos de la permanente misericordia. La Iglesia misionera y en salida que demandan los signos de los tiempos y con ellos Francisco, será tanto creíble, tanto más fecunda cuanto más cercana y samaritana esté y sea con ellos. Pero esto no desde claves ideologizadas y desde facilones eslóganes y pruritos —nada más en los antípodas de la verdadera misericordia que la palabrería y la demagogia al respecto—, sino desde el testimonio, desde la humildad, desde la perseverancia y de una eficiencia no puramente contable y de balance cosmético de resultados, sino de corazón y al corazón.
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